Geltrud Kolmar

Geltrud Kolmar (imagen perteneciente a la portada de Campos de la despedida, de Mar García Lozano)


Hoy quiero traer aquí a una poeta estupenda,
Geltrud Kolmar,
una figura tan enorme como todavía poco conocida.

Lo sutil.
Lo sublime.
La delicadeza hecha palabras.


ASIA

Madre,
que lo fuiste para mí antes de que la mía me acunara,
regreso a casa.
Déjame presentarme ante ti.
Déjame sentarme en silencio a tus pies, mirarte,
     aprenderte:
la orgullosa figura embozada emergiendo imponente
     del mítico trono,
que descansa ahí, sobre columnas de piedra blanca
     como patas de elefante,
cuyos brazos surgieron de un dragón de bronce
     con lengua de jade,
tu rostro serio, amarillo como el sol, al que sedoso rodea
     el cabello negro azulado,
la frente, muro protector de grandes pensamientos,
y tus ojos, ahora obsidiana de brillos sombríos,
después, de nuevo, aterciopelados, profundos, flores oscuras
     de una selva virgen.
Deja que roce tus vestidos, que despiden olor a ambar
     y a mirra, a sándalo, y a canela,
los flameantes, sacados del fuego sin llamas de un telar indio,
y esos otros, pálidos como el maíz, en los que una joven china
     ha bordado una rama marrón, una flor de almendro
     y pequeñas mariposas del color de la herrumbre.
Muéstrame tus coronas, la meridional,
hoja de palma verde dorado, perlada de rocío, cuajada de flores
     de turmalina y esmeralda, de jacinto y zafiro,
y la septentrional, centelleando con cristales de roca, con gotas
     de aguamarina del mar de Siberia.
Que la mano cuya palma aún conserva el aroma y el brillo
     de los frutos de Persia me acaricie la cabeza,
y que el canto de las chirimías que el pastor David
     practicó en otro tiempo por los campos
     de Bethlehem bañe mi oído.
Tú, reflexiva, ardiente, tú, la más noble, rica
     y madura de las hermanas:
tú, distinta de aquella otra, extraña, de piel oscura, que
con el anillo de escarabajo que lleva en el dedo tan pronto
     llama a la puerta de gigantescas moradas de piedra
     de reyes difuntos, solicitando que la dejen entrar;
y tan pronto, con plumas de avestruz y conchas en el cabello
     rizado, arrastra a los pigmeos por entre los bosques
o apacienta leones de amarillentas melenas en el vacío del desierto.
Distinta, tú, a la más joven, que cándida, brinca
     con los graciosos saltos del canguro
y esparce puñados enteros de papagayos del color de la hierba
     sobre la maleza de la bahía de Murray.


Distinta...
Tú aún posees esa paciencia infinita, muda,
la sabiduría del no-hacer, de la calma majestuosa,
     que sueña sumida en sí misma,
tuya es la contemplación,
la mirada misteriosamente levantada en la noche azul
hacia mundos luminosos, cambiantes.
Eres, aun cuando no actúes.
Y hablas levantando ligeramente la mano estrecha, espolvoreada
     de oro, con una delicada inclinación de tu cuello, flexible
     como el de una serpiente.
Y escuchas la llamada del arrendajo
que levanta la arena roja de tu desierto de Kizil Kum
     y que no necesita el agua de la fuente,
y conoces la leyenda del rocho, cuyo vuelo
     inconmensurable cubre tu cabeza  de sombra.
A tu alrededor hay distancia.
Te sientas,
cautivadora, tras una pared de cristal,
separada, aunque próxima, a la vista, inasible.
Ahí fuera pasan
los porteadores, que en barcos panzudos te sacan fardos
     y cajas y cestos, con presentes:
premios de feria, baratijas, sonido de carracas,
     miserable opulencia de pacotilla...
Ahí fuera tu propio reflejo mendiga y toma y acapara,
     espectro,
que trocó la seda, suave como el azafrán y la orquídea,
     por negros tejidos ingleses, horribles,
y las sentencias de tu profeta, ramas floridas, ramificadas
     durante miles de años, por grises matojos de hojas
     secas que parlotean crujiendo.
La fantasmagórica sirvienta te imita, a ti, soberana,
     simula tu gesto, tu palabra, te roba el nombre,
cuando te sumerges en las entrañas de nuestras
     estrellas, en el baño de un fuego espumante...
Arde...
Oculta llena de vergüenza lo que la insensata desvela, el secreto
     de tu corazón, que acogió la semilla inflamada
y deja que los nacidos, demonios carroñeros, giren eternamente
     sobre las torres mortuorias,
las torres del silencio...

Geltrud Kolmar, de su poemario Mundos (editado por Acantilado ytraducido por Berta Vias Mahou).



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